La administración del presidente Donald Trump se ha caracterizado por promover una serie de “datos alternativos”, que van desde los que tienen una importancia relativamente menor (el número de personas que asistieron a su toma de posesión) hasta los que ponen en peligro a la democracia estadounidense, como el cuestionar quién ganó las elecciones de 2020.
Pero en los últimos seis meses, lo que está en juego es la vida o la muerte de las personas: los responsables de salud de Trump han estado respaldando datos alternativos en el ámbito científico para imponer políticas que contradicen los conocimientos médicos modernos.
Es un hecho innegable, una verdad científica, que las vacunas han sido milagrosas para prevenir enfermedades terribles, desde la poliomielitis hasta el tétanos y el sarampión. Numerosos estudios han demostrado que no causan autismo. Esto es aceptado por la comunidad científica.
Sin embargo, el secretario de Salud y Servicios Humanos, Robert F. Kennedy Jr., que no tiene formación médica ni científica, no cree nada de eso. Las consecuencias de esa desinformación ya han sido mortales.
Durante décadas, la gran mayoría de los estadounidenses se vacunaron voluntariamente, aunque una parte significativa de los padres tenía dudas.
Una encuesta de 2015 reveló que el 25% de los padres creía que la vacuna contra el sarampión, las paperas y la rubéola (MMR) podía causar autismo. (Un estudio de 1998 que sugería esta conexión ha sido totalmente desacreditado). A pesar de esta preocupación, solo el 2% de los niños que empezaban jardines de infantes estaban exentos de vacunación por objeciones religiosas o filosóficas. Los niños recibían las vacunas.
Pero más recientemente, la deficiente comunicación científica del gobierno y los que diseminan información errónea en internet han abonado el terreno para que los datos alternativos crezcan como la mala hierba.
En el período 2024-25, las tasas de vacunación completa de los niños que ingresaron en jardín se redujeron a poco más del 92%. En más de una docena de estados, la tasa fue inferior al 90%, y en Idaho fue inferior al 80%.
Y ahora tenemos una avalancha de casos de sarampión, más de 1.300 de una enfermedad declarada extinta en Estados Unidos hace un cuarto de siglo.
El número de vacunas recomendadas se ha disparado en este siglo, abrumando a pacientes y padres. Esto se debe, en gran parte, al auge de la ciencia clínica de la vacunología (lo cual es positivo). Y, en parte, a que las vacunas, que históricamente se vendían por unos centavos, ahora suelen venderse por cientos de dólares, convirtiéndose en una fuente de grandes beneficios para las farmacéuticas.
En 1986, se recomendaba que un niño recibiera 11 dosis de vacunas: siete inyecciones y cuatro orales. Hoy en día, ese número ha aumentado a entre 50 y 54 dosis hasta los 18 años.
El Comité Asesor sobre Prácticas de Inmunización, que emite recomendaciones sobre las vacunas, realiza una evaluación científica de riesgos y beneficios, es decir, que el daño por contraer la enfermedad sea mayor que el riesgo de sufrir efectos secundarios. Eso no significa que todas las vacunas sean igualmente eficaces, y las autoridades no han hecho un buen trabajo a la hora de explicarle a la población esta realidad.
Las vacunas más antiguas, como las de la poliomielitis y el sarampión, son prácticamente 100% eficaces. Enfermedades que los padres temían, han sido erradicadas. Pero muchas de las vacunas más recientes, aunque recomendables y útiles (y a menudo muy publicitadas), no tienen el mismo impacto emocional o médico.
Los padres de la generación actual no han experimentado lo enfermo que puede llegar a estar un niño con sarampión o tos ferina, también llamada pertussis o tos convulsa. Las madres no se preocupaban realmente por que sus hijos contrajeran la hepatitis B, un virus que se transmite generalmente por vía sexual o por el uso de drogas intravenosas.
Esa falta de conocimiento dio lugar al escepticismo. Por ejemplo, desde 2010, la vacuna contra la gripe, que existe desde hace décadas, se recomienda anualmente a todos los estadounidenses desde los 6 meses de edad. En la temporada 2024-25, la tasa de vacunación contra la gripe fue solo de entre el 36% y el 54% en adultos. En otros años ha sido inferior. “Me vacuné contra la gripe y aún así la contraje”, repiten habitualmente los escépticos.
“Antes de covid, había personas que se vacunaban contra todo menos contra la gripe”, afirmó Rupali Limaye, profesora de la Escuela Bloomberg de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins, que estudia la demanda y la aceptación de las vacunas. “Luego pasó a ser todo menos covid. Ahora es todo, incluidas la triple vírica y la polio”.
A pesar de que la Operación Warp Speed de la primera administración Trump ayudó a desarrollar las vacunas contra covid-19, los medios de comunicación conservadores crearon dudas sobre su necesidad: dudas sobre si la tecnología del ARNm había sido suficientemente probada; dudas sobre si covid era lo suficientemente grave como para merecer una vacuna; preocupaciones sobre si las vacunas podían causar infertilidad o autismo.
Trump hizo poco por corregir estas percepciones tan peligrosas como erróneas, y fue abucheado por sus seguidores cuando dijo que se había vacunado. Una vez que entraron en vigencia las vacunas obligatorias, Trump se opuso firmemente a ellas, reformulando la creencia en la vacuna como una cuestión de libertad personal. Y si el gobierno no podía imponer la vacuna contra covid-19 en las escuelas, se deducía que los funcionarios no debían —ni podían— imponer las otras.
Así, 100 años de investigación que demostraba las virtudes de la vacunación quedaron sumidos en una mescolanza de datos alternativos. Se era pro-vacunas o anti-vacunas, y eso determinaba la ideología política.
De repente, los anti-vacunas no eran un pequeño grupo marginal de padres liberales, sino un grupo mucho más amplio de conservadores acérrimos que creían que obligar a vacunar a sus hijos para que pudieran ir a la escuela violaba sus derechos individuales.
Incluso dentro de la administración Trump ha habido quienes (al menos en parte) han condenado esta tendencia. Aunque Marty Makary, comisionado de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), defendió la decisión de Kennedy de retirar la recomendación de que todos los estadounidenses recibieran refuerzos anuales contra covid-19 —alegando que sus beneficios no estaban demostrados—, señaló que esto no debía ser una señal para dejar de recibir otras vacunas.
Según escribió, “la confianza de la población en la vacunación en general ha disminuido”, y la reticencia a vacunarse ha perjudicado “programas de inmunización vitales, como el de la vacuna contra el sarampión, las paperas y la rubéola (la vacuna triple vírica conocida como MMR), cuya seguridad y alta eficacia han quedado claramente demostradas”.
No obstante, el jefe de Makary, Kennedy, siguió promoviendo información científica errónea sobre las vacunas en general, aunque a veces reconocía a regañadientes su utilidad en casos como el brote de sarampión.
Kennedy ha financiado nuevas investigaciones sobre la relación, ya refutada, entre la vacuna triple vírica y el autismo. También ha suspendido $500 millones en subvenciones para el desarrollo de vacunas que utilizan la tecnología del ARNm, el novedoso método de producción utilizado para las primeras vacunas contra covid-19 y una técnica que, según los científicos, es muy prometedora para prevenir la muerte por otras enfermedades infecciosas.
En mis diez años de ejercicio como médica, nunca había visto un caso de sarampión. Ahora hay casos en 40 estados. Más de 150 personas han sido hospitalizadas y tres, todas ellas sin vacunar, han fallecido.
La información alternativa ha dado lugar a lo que David Scales, médico y sociólogo del Weill Cornell Medical College que estudia la desinformación, denomina “un sistema de información malsano”. Se trata de un universo científico alternativo en el que viven demasiados estadounidenses. Y algunos mueren.
Rosenthal es médica y editora colaboradora senior de KFF Health News
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