Durante casi dos décadas, Lisa Dunseth adoró su trabajo en la principal biblioteca pública de San Francisco, especialmente sus últimos siete años en el departamento de libros raros.
Pero, al igual que muchos bibliotecarios, vio mucho caos. A veces, los usuarios con enfermedades mentales no tratadas o drogados, escupían a los empleados o sufrían una sobredosis en los baños.
Recuerda que un compañero de trabajo recibió un puñetazo en la cara cuando volvía de su descanso para comer. Una tarde de 2017, un hombre se suicidó lanzándose al vacío desde el balcón del quinto piso de la biblioteca.
Dunseth se jubiló al año siguiente, a los 61 años. Un retiro anticipado después de una carrera de casi 40 años.
“La biblioteca pública debería ser un santuario para todos”, dijo. El problema era que ella y muchos de sus colegas ya no se sentían seguros haciendo su trabajo.
Las bibliotecas han sido durante mucho tiempo uno de los grandes igualadores de la sociedad, ya que ofrecen conocimientos a quien lo desee. Al ser edificios públicos, a menudo abiertos durante muchas horas, también se han convertido en refugio para las personas que no tienen otro lugar donde ir.
En los últimos años, ante la incesante demanda de servicios de protección social, líderes comunitarios han pedido a las bibliotecas que desempeñen ese papel, ampliando su ayuda, más allá de los libros y las computadoras, a las personas que viven en la calle.
En las grandes ciudades y en los pueblos pequeños, muchas ofrecen ahora servicios para acceder a vivienda, a cupones de alimentos, a la atención médica y, a veces, incluso a duchas o cortes de pelo. Los bibliotecarios, a su vez, han sido llamados a desempeñar el papel de trabajadores sociales de primera línea, terapeutas y guardias de seguridad.
Pero no todos los bibliotecarios están de acuerdo con estas obligaciones. Aunque muchos aceptan su nuevo rol —algunos llevan, voluntariamente, naloxona para revertir sobredosis de opioides—, otros se sienten abrumados y no están preparados para enfrentarse a clientes agresivos o inestables.
“Algunos de mis compañeros están muy comprometidos con ayudar a las personas, y son capaces de hacer el trabajo”, comentó Elissa Hardy, trabajadora social que hasta hace poco supervisaba un pequeño equipo que prestaba servicios en el sistema de bibliotecas públicas de Denver. La ciudad estima que se han salvado unas 50 vidas desde que, hace cinco años, el personal de las bibliotecas comenzó a formarse voluntariamente para responder a las sobredosis de drogas. Otros, según Hardy, simplemente no están informados de las realidades del trabajo. Se incorporan a la profesión imaginando las acogedoras y silenciosas bibliotecas de su juventud.
“Ese es el mundo en el que creen que van a vivir”, añadió.
En Estados Unidos, más de 160,000 bibliotecarios trabajan en bibliotecas públicas y colegios, universidades, museos, archivos gubernamentales y el sector privado, encargados de gestionar el inventario, ayudar a los visitantes a encontrar recursos y crear programas educativos. A menudo, el puesto requiere que tengan un máster o estudios especializados en educación.
Pero muchos no estaban preparados para atender a un nuevo tipo de cliente, ya que la adicción a las drogas, la psicosis no tratada y la falta de viviendas asequibles han hecho crecer la población de personas sin hogar en un amplio abanico de ciudades y suburbios del país, especialmente en la costa oeste.
Amanda Oliver es autora de “Overdue: Reckoning With the Public Library” (“Atrasado: ajuste de cuentas con la biblioteca pública”), donde relata los nueve meses que trabajó en una biblioteca de Washington, DC. Oliver dijo que, en ese tiempo, se le prohibió hablar públicamente de incidentes habituales, como clientes que se desmayaban por estar ebrios, o los que le gritaban a enemigos invisibles, o quienes llegaban a la biblioteca con bolsas infestadas de chinches.
Según Oliver, esta “negación generalizada de cómo son las cosas” para los administradores de la biblioteca fue una queja que escuchó, con frecuencia, entre los empleados.
El Estudio sobre el Trauma en las Bibliotecas Urbanas de 2022, liderado por un grupo de bibliotecarios de la ciudad de Nueva York, encuestó a los trabajadores de las bibliotecas urbanas y descubrió que casi el 70% había tratado con usuarios cuyo comportamiento era violento o agresivo, desde desplantes intimidatorios y acoso sexual hasta personas que sacaban pistolas y cuchillos o les lanzaban grapadoras. Pocos trabajadores dijeron sentirse apoyados por sus jefes.
“A medida que la red de protección social se ha ido desmantelando y se queda sin fondos, las bibliotecas han tenido que hacerse cargo de la situación”, escribieron los autores del estudio, y agregaron que la mayoría de las instituciones carecen de directrices prácticas para tratar los incidentes traumáticos que, con el tiempo, pueden provocar “fatiga de la compasión”.
Los administradores de las bibliotecas han empezado a reconocer el problema impartiendo formación y contratando a personal con experiencia en el trabajo social. Asegurarse de que el personal de las bibliotecas no se sintiera traumatizado fue una parte importante de su labor durante sus años en las bibliotecas de Denver, señaló Hardy. Ella y otros trabajadores sociales en bibliotecas de ciudades como San Francisco y Washington han organizado, en los últimos años, programas de formación para bibliotecarios sobre temas que van desde el cuidado personal hasta las estrategias para distensión de conflictos.
Un 80% de los bibliotecarios son mujeres, y el personal de las bibliotecas es mayor, casi un tercio de los empleados tiene más de 55 años. Como en muchas profesiones, los salarios no han podido seguir el ritmo del costo de vida. Según la American Library Association-Allied Professional Association, el salario medio de un bibliotecario público en Estados Unidos fue de $65,339 en 2019, el año más reciente del que se dispone de datos.
Los estudios confirman que muchos bibliotecarios sufren agotamiento.
En el condado de Los Angeles, con más de 60,000 personas sin hogar, los últimos años han puesto a prueba los límites de un sistema de bibliotecas públicas con más de 80 sedes.
“El reto es que el nivel de necesidad se sale de lo normal”, afirmó John Szabo, bibliotecario de la ciudad de Los Angeles. “Desgraciadamente, no estamos plena y eficazmente capacitados para hacer frente a estos problemas”.
Las bibliotecas comenzaron su transición hace más de una década en respuesta al número de usuarios que buscaban baños y un respiro temporal a la vida en las calles. En 2009, San Francisco decidió abordar formalmente la situación contratando a un trabajador social para la biblioteca a tiempo completo.
Leah Esguerra dirige un equipo de “asociados de salud y seguridad”, que antes eran personas sin hogar, y que patrullan las 28 sedes de las bibliotecas de San Francisco, para poner en contacto a los usuarios, enfermos o necesitados, con servicios grandes y pequeños, desde camas temporales y tratamiento por adicciones hasta duchas públicas, un modelo que se ha copiado en ciudades de todo el mundo.
“La biblioteca es un lugar seguro, incluso para los que ya no confían en el sistema”, señaló Esguerra, que trabajó en una clínica comunitaria de salud mental antes de convertirse en la “señora de la biblioteca”, como la llaman a veces en la calle.
Pero la contratación de una trabajadora social no ha eliminado los numerosos problemas a los que se enfrentan los bibliotecarios de San Francisco. Por ello, la ciudad se ha vuelto más agresiva a la hora de establecer normas de comportamiento para los usuarios.
En 2014, el entonces alcalde Ed Lee pidió a los funcionarios de las bibliotecas que impusieran políticas más estrictas en respuesta a las contínuas quejas sobre conductas inapropiadas, incluyendo la exposición indecente y el orinar en los estantes. Poco después, los funcionarios publicaron un código de conducta enmendado que enumeraba las sanciones para infracciones como dormir, pelear y “depositar fluidos corporales en la propiedad de la SFPL”.
La ciudad ha instalado seguridad adicional y ha tomado otras medidas, como bajar las puertas de los baños para prevenir el uso de drogas y el sexo e instalar cajas para desechar las agujas usadas, aunque sigue habiendo quejas sobre las condiciones de la biblioteca principal.
Algunas bibliotecas rurales también han tratado de hacer más accesibles los servicios sociales. En el condado de Butte, en la vertiente occidental de Sierra Nevada, al norte de California, los trabajadores de las bibliotecas utilizaron una subvención estatal de $25,000 para organizar sesiones informativas sobre problemas de salud mental como la depresión, la ansiedad y la esquizofrenia, y cómo ayudar a las personas a acceder al tratamiento.
Los libros sobre estos temas se marcaron con etiquetas verdes para que fueran más fáciles de encontrar, explicó la bibliotecaria Sarah Vantrease, que ayudó a crear el programa. Ahora trabaja como administradora de bibliotecas en el condado de Sonoma.
“La biblioteca”, dijo Vantrease, “no debería ser solo para los que les gusta leer”.
Esta historia fue producida por KHN, que publica California Healthline, un servicio editorialmente independiente de la California Health Care Foundation.