Sobre las 5 de la mañana del 19 de marzo, un médico de emergencias de la Ciudad de Nueva York, Frank Gabrin, envió un mensaje de texto a un amigo sobre su preocupación por la falta de suministros médicos en los hospitales.
“Muy ocupado, todos quieren una prueba paraCOVID que yo no puedo hacerles”, escribió en el mensaje a Eddy Soffer. “Están enojados y decepcionados”.
Pero lo peor era la limitada disponibilidad de equipo de protección personal (PPE), las máscaras y guantes que ayudan a evitar que los trabajadores de salud se enfermen y contagien el virus a otros. Gabrin dijo que no tuvo más remedio que ponerse la misma máscara durante varios turnos, en contra de las directrices de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA).
“No tengo PPE que no haya sido usado”, escribió. “Uso mis gafas de protección y mi propia máscara. No hay máscaras N95”, añadió, refiriéndose a los respiradores N95 considerados como una de las mejores protecciones.
Menos de dos semanas después, Gabrin se convirtió en el primer médico de emergencias en los Estados Unidos en morir por la pandemia de COVID-19, según el American College of Emergency Physicians.
Es uno de los numerosos trabajadores de salud del país que han sucumbido al virus, desde médicos y enfermeras hasta paramédicos y empleados del servicio de comidas hospitalarias. The Guardian y Kaiser Health News están lanzando un nuevo proyecto, “Lost on the Frontline” (Perdidos en el Frente), para monitorear estos casos, y contar sus historias.
Los hospitales de la Ciudad de Nueva York se han visto duramente afectados. Más de un tercio de todos los casos del país han ocurrido en el estado de Nueva York. En un hospital del distrito de Queens, se ha informado que los pacientes han muerto mientras esperaban una cama, y tuvieron que instalar una morgue temporal fuera del edificio. Los médicos de otro sistema hospitalario crearon una campaña GoFundMe porque no tenían suficientes máscaras y batas.
Gabrin era consciente del riesgo que corría en su trabajo. “En emergencias, el ángel de la muerte está en la habitación”, escribió en su libro de 2013, “Back From Burnout”. “La presión es intensa, pero hay calma, paz, es como estar en el ojo de la tormenta”.
Su propia resiliencia se forjó después de varios roces con la muerte, y su matrimonio con un hombre especial sólo siete meses antes del pico de COVID-19 en Nueva York. Pero las circunstancias en torno al coronavirus lo perturbaron. “Tengo que admitirlo”, posteó en Facebook, “estoy sufriendo algo de ansiedad”.
“Él me mostró la luz”
Siempre repartiendo sonrisas y lleno de energía, a Gabrin, de 60 años, lo adoraban sus colegas de los hospitales de Ohio, Nueva York y de otros lugares. Se hacía notar. Siempre llegaba al trabajo con comida para compartir. Era “un rayo de sol”, dijo la asistente médica Lois-Ann Welsh, y poseía esa “inteligencia emocional” que diferencia a un gran médico de uno bueno.
“No tengo títulos llamativos y no soy el director de nada”, explicó Gabrin en su libro. “Pero puedo decir que he pasado el último cuarto de siglo de mi vida al lado de enfermos, heridos, intoxicados, discapacitados y los privados de derechos de los Estados Unidos”.
Nacido en Pennsylvania, Gabrin era médico por vocación, su madre tenía fotografías de él, de niño, cuidando a los perros del vecindario. Su compromiso con la profesión se vio reforzado por su propia enfermedad. Durante su primer año como médico de cabecera, le diagnosticaron cáncer de testículos. Sobrevivió, pero recayó cuando tenía 38 años. Ambos testículos fueron eventualmente extirpados, él lo llamó “la cirugía mutiladora”. Y decidió ofrecer a otros la segunda oportunidad que él mismo tuvo dos veces.
Esto, y un incidente en el que un paciente intentó matarlo en la sala de emergencias, asfixiándolo hasta que empezó “a ponerse morado”, ayudaron a que la filosofía profesional de Gabrin fuera única. La describió en su libro, explicando cómo los médicos pueden superar el agotamiento y sentir mayor compasión por sus pacientes.
Un gran cambio en su vida tuvo lugar hace unos años, cuando en una discoteca conoció a Arnold Angel Vargas, un joven peruano que llevaba viviendo una década en los Estados Unidos.
“Vi a [Gabrin] de lo más feliz con Angel”, dijo Eddy Soffer. “Todos sus temores se disiparon y se encontró a sí mismo”.“Creo que me dio una segunda oportunidad”, contó Vargas, ahora de 28 años. “Él me mostró la luz, lo hermosa que puede ser la vida”. Había vivido una triste rutina, pero Gabrin lo animó a aprender terapia con masajes y a solicitar la ciudadanía estadounidense. Había una diferencia de edad, pero para Vargas, que se sentía enriquecido por Gabrin y sus experiencias, eso era irrelevante. “Yo siempre pensaba, ‘Sólo quiero hacerte feliz’, y él hacía lo mismo por mí”.
Se casaron en agosto de 2019 en el Ayuntamiento de Nueva York.
“No va a ser siempre así”
Cuando, en marzo, aumentaron las infecciones en Nueva York, Gabrin posteó en Facebook una foto de ambulancias abarrotando la entrada de un hospital. “Pensé, ‘Oh Dios mío, esto es el apocalipsis’”, contó Debra Vasalech Lyons, otra vieja amiga. “Él dijo, ‘No, todavía es manejable, pero no va a ser siempre así’”.
De hecho, el St. John’s Episcopal en Queens, uno de los dos hospitales en los que Gabrin trabajaba en ese momento, estaba entre las instituciones locales “que lidiaban con los desafíos en torno al PPE”, explicó el concejal de Nueva York, Donovan Richards. El hospital asegura que siempre ha contado con suficiente equipo de protección para el personal.
Richards relacionó las difíciles condiciones allí con la discriminación histórica y la falta de recursos en un distrito mayoritariamente afroamericano e hispano. “Cuando Estados Unidos se resfría, las comunidades negras y latinas contraen neumonía”, señaló Richards. “Pero en este caso, son sentencias de muerte”.
El otro hospital en el que trabajaba Gabrin, el East Orange General de Nueva Jersey, atendía a una comunidad mayoritariamente afroamericana, y también contaba con un personal dedicado que antes del virus ya luchaba por mantener los estándares de atención.
En conversaciones con su marido y amigos, a mediados y finales de marzo, incluidos los mensajes de texto compartidos con The Guardian, Gabrin dijo que tenía que reutilizar su PPE porque no recibía reemplazos. Le contó a Lyons que procuraba lavar una máscara N95 para que durara varios turnos, y que los únicos guantes disponibles eran demasiado pequeños para sus manos y estaban rasgados.
“Cuando Estados Unidos se resfría, las comunidades negras y latinas contraen neumonía”, señaló Richards. “Pero en este caso, son sentencias de muerte”.
Lyons le envió por correo guantes de su talla desde Florida, donde vive, y le ordenó cuatro galones de desinfectante de manos. En Facebook, Gabrin escribió sobre la preparación de su propio desinfectante con vodka y aloe vera.
Los jefes de las dos salas de emergencia donde Gabrin trabajaba dijeron que contaban con suficiente equipo de protección.
“Estoy seguro que no se refería a la falta de PPE en St. John’s”, señaló el doctor Teddy Lee, director de la sala de emergencias.
“Si por un segundo pensara que ése era nuestro problema en East Orange, se lo diría”, indicó el doctor Alvaro Alban, también director de la sala de emergencias.
El 25 de marzo, cuando Gabrin llegó a casa, “dijo: ‘Cariño, esta noche pasó algo malo ‘”, recordó Vargas. Había fallecido un paciente con coronavirus con el que Gabrin mantenía una profunda conexión. Gabrin se duchó y lloró, luego él y Vargas oraron por el alma de esa persona.
A la mañana siguiente, un jueves, ambos presentaron síntomas y se pusieron en cuarentena. “Yo mismo me infecté al usar la misma máscara durante cuatro días seguidos”, le escribió a Lyons. Durante el fin de semana, sus síntomas parecían leves. Gabrin tosía y sentía dolores en las articulaciones pero no tenía problemas respiratorios significativos. El lunes, sin embargo, tuvo más dolor y pasó el día en cama.
Sobre las 10 am del martes, despertó a Vargas y le dijo: “Cariño, no puedo respirar, ayúdame”.
Jadeaba con prolongadas y roncas respiraciones, pero no conseguía suficiente oxígeno. Vargas llamó a Lyons y al 911. Pero para cuando los paramédicos llegaron, Gabrin estaba al borde de la muerte, o ya había fallecido. Su cara se había vuelto púrpura.
Frank “murió en mis brazos”, contó Vargas. “Me miraba a los ojos”.
Vargas se recuperó poco después. El martes, dos semanas después de su muerte, Gabrin fue enterrado en el cementerio de Maple Grove, en Queens.
Debido a la necesidad de distanciamiento físico, se le dijo a Vargas que sólo se permitiría la presencia de 10 personas en el entierro.
La lápida, según espera Vargas, llevará el segundo nombre que Gabrin adoptó a través de su interés de décadas en la Cábala, la tradición mística judía. Ese nombre, Pinchas, cobra ahora un significado desgarrador.
Hace referencia a una figura bíblica que detuvo una plaga.
Esta historia es parte de Lost On The Frontline, un proyecto de The Guardian y Kaiser Health News que tiene como objetivo documentar la vida de cada trabajador de salud en los Estados Unidos que haya muerto por COVID-19 durante la pandemia. Pronto compartiremos más sobre el proyecto, pero si tienes un colega o un ser querido que podamos incluir, por favor envía un correo electrónico a covidtips@kff.org.