El sistema de salud pública de los Estados Unidos ha subsistido en la precariedad durante décadas y carece de los recursos necesarios para enfrentar la peor crisis de salud en un siglo.
Mientras enfrentan juntos una pandemia que ha enfermado al menos a 2.3 millones de personas en el país, y matado a más de 120,000, y que ha costado millones de empleos y $3 mil millones en dinero de rescate federal, a los trabajadores de salud de los gobiernos estatales y locales a veces se les paga tan poco que califican para ayuda pública. Rastrean al coronavirus en registros compartidos por fax. Trabajando los siete días de la semana por meses, temiendo que se congelen sus salarios, que los despidan, e incluso la reacción negativa del público.
Desde 2010, el gasto para los departamentos de salud pública estatales ha disminuido un 16% per cápita, y el gasto para los departamentos de salud locales ha bajado un 18%, según un análisis de KHN y Associated Press. Al menos 38,000 empleos de salud pública locales y estatales han desaparecido desde la recesión de 2008, dejando en algunos lugares una fuerza laboral esquelética.
KHN y AP entrevistaron a más de 150 trabajadores de salud pública, legisladores y expertos, analizaron registros de gastos de cientos de departamentos de salud estatales y locales, e indagaron en las legislaturas estatales. La investigación reveló que, a todo nivel, el sistema está amenazado por la falta de financiación y medios.
A lo largo del tiempo, los departamentos de salud estatales y locales han recibido tan poco apoyo que se encontraron sin dirección, ignorados e incluso vilipendiados.
En medio de la recesión económica causada por la pandemia, los estados, las ciudades y los condados han comenzado a cesantear y despedir al personal, aun cuando los estados están reabriendo y comienzan a aumentar los casos de COVID.
“No le decimos al departamento de bomberos, ‘lo siento. No hubo incendios el año pasado, por lo que vamos a quitarle el 30% de su presupuesto’. Eso sería una locura, ¿verdad?”, dijo el doctor Gianfranco Pezzino, oficial de salud en el condado de Shawnee, en Kansas. “Pero lo hacemos con la salud pública, día tras día”.
El Departamento de Salud del condado de Toledo-Lucas, en Ohio, gastó solo $40 por persona en 2017. Cuando atacó el coronavirus, tenía tan poco personal que las tareas de Jennifer Gottschalk, supervisora de salud ambiental, incluían supervisar las inspecciones de campamentos y piscinas, y el control de roedores, además de la preparación para brotes.
Cuando Gottschalk, de 42 años, y cinco colegas se enfermaron con COVID-19, se encontró respondiendo llamadas de trabajo desde su cama del hospital. “Tienes que hacer lo que tienes que hacer para que el trabajo se haga”, expresó.
Casi dos tercios de los estadounidenses viven en condados que gastan más del doble en vigilancia policial que en la atención médica no hospitalaria, que incluye la salud pública.
La subvaloración de la salud pública contrasta con su papel multidimensional. A diferencia del sistema de atención médica que está dirigido a las personas, el de salud pública se centra en la salud de las comunidades en general. Las agencias están legalmente obligadas a proporcionar una amplia gama de servicios esenciales.
“A la salud pública le encanta decir: cuando hacemos nuestro trabajo, no pasa nada. Pero nadie nos da una medalla por eso”, dijo Scott Becker, director ejecutivo de la Asociación de Laboratorios de Salud Pública. “Les hacemos pruebas al 97% de los bebés de los Estados Unidos para detectar trastornos metabólicos, y otros problemas. Testeamos el agua. ¿Te gusta nadar en el lago y no te gusta que tenga excremento? Piensa en nosotros”.
El público no ve los desastres que se evitan. Y es fácil no prestar atención a lo que no vemos.
Una historia de privaciones
Las promesas ocasionales del gobierno federal de apoyar los esfuerzos locales de salud pública han sido efímeras.
Por ejemplo, la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio (ACA) estableció el Fondo de Prevención y Salud Pública, que se suponía alcanzaría los $2 mil millones anuales para 2015. Pero la administración Obama y el Congreso lo postergaron por otras prioridades, y ahora la administración Trump está presionando para derogar ACA, lo cual lo eliminaría.
Si no se hubiera tocado, los departamentos de salud estatales y locales hubieran recibido eventualmente un monto adicional de $12.4 mil millones, lo que los hubiera fortalecido frente a la actual pandemia.
Los líderes locales y estatales tampoco lograron priorizar la salud pública. En Carolina del Norte, por ejemplo, la fuerza laboral de salud pública del condado de Wake se redujo de 882 personas en 2007 a 614 una década después, incluso cuando la población creció un 30%.
Años de recortes financieros dejaron frágil a esta fuerza laboral predominantemente femenina. En 2017, más de una quinta parte de los trabajadores de salud pública en los departamentos locales o regionales fuera de las grandes ciudades ganaron $35,000 o menos al año, según una investigación realizada por la Asociación de Oficiales de Salud Territoriales y Estatales y la Fundación Beaumont.
Casi la mitad de los trabajadores de salud pública planean retirarse o irse de sus organizaciones en los próximos cinco años, y la razón que encabeza la lista es una remuneración deficiente.
Hace dos años, Julia Crittendon, ahora de 46 años, aceptó un trabajo en el departamento de salud estatal de Kentucky. Pasaba sus días reuniendo información sobre las parejas sexuales de las personas para combatir la propagación del VIH y la sífilis. Ganaba tan poco que calificó para Medicaid, el programa de salud federal gerenciado por los estados para los estadounidenses de bajos recursos. Al no ver oportunidades de crecimiento, renunció.
Desde que comenzó la pandemia, líderes de salud pública estatales y locales han renunciado en masa. Desde abril, al menos 32 presentaron su renuncia, se retiraron o fueron despedidos en 16 estados, según una revisión de KHN/AP.
De mal en peor
Scott Lockard, director de salud pública para el Departamento de Salud del distrito Kentucky River, en Appalachia, está luchando contra el virus con un servicio celular 3G, registros en papel y un tercio de los empleados comparado con los que tenía el departamento hace 20 años.
En la zona rural de Missouri, Melanie Hutton, administradora del Centro de Salud Pública del condado de Cooper, dijo que su estado le dio $18,000 al servicio de ambulancias local para combatir COVID y proporcionó máscaras a los departamentos de bomberos y policía.
“Para nosotros, ni una moneda de cinco centavos, ni una máscara”, contó. “Obtuvimos [cinco] galones de desinfectante de manos casero hecho por prisioneros”.
La Asociación de Oficiales de Salud Territoriales y Estatales dijo que, desde que comenzó la pandemia, el gobierno federal ha asignado más de $13 mil millones para actividades de los departamentos de salud estatales y locales, incluyendo rastreo de contactos, control de infecciones y actualizaciones tecnológicas.
Pero al menos 14 estados ya han recortado los presupuestos o los empleos del departamento de salud, o estuvieron considerando activamente estos recortes en junio, según una revisión de KHN/AP.
Las reducciones amenazan con limitar programas cruciales como clínicas de inmunización, control de mosquitos, diabetes y programas de nutrición para adultos mayores. Estos recortes pueden hacer que las comunidades ya vulnerables lo sean aún más, dijo E. Oscar Alleyne, jefe de programas y servicios de la Asociación Nacional de Oficiales de Salud del Condado y la Ciudad.
Las personas que han pasado sus vidas trabajando en la salud pública temen estar viendo un patrón que les resulta familiar: los funcionarios descuidan esta infraestructura y luego, cuando surge una crisis, responden con una rápida inyección de efectivo.
Si bien ese dinero temporal es necesario para combatir la pandemia, expertos en salud pública dicen que no solucionará la base erosionada, que es la encargada de proteger la salud de la nación mientras miles continúan muriendo.
Contribuyeron con este informe: los escritores de Associated Press Mike Stobbe en Nueva York; Mike Householder en Toledo, Ohio; Lindsay Whitehurst en Salt Lake City, Utah; Brian Witte en Annapolis, Maryland; Jim Anderson en Denver; Sam Metz en Carson City, Nevada; Summer Ballentine en Jefferson City, Missouri; Alan Suderman en Richmond, Virginia; Sean Murphy en Oklahoma City, Oklahoma; Mike Catalini en Trenton, New Jersey; David Eggert en Lansing, Michigan; Andrew DeMillo en Little Rock, Arkansas; Jeff Amy en Atlanta; Melinda Deslatte en Baton Rouge, Louisiana; Morgan Lee en Santa Fe, New Mexico; Mark Scolforo en Harrisburg, Pennsylvania; y el escritor de Economía de AP Christopher Rugaber, en Washington, D.C.