En una cálida tarde de finales de junio, la gente acudió en masa a las mesas al aire libre de la calle principal de esta ciudad para tomar sauvignon blanc, comer pizza cocinada en horno de leña y celebrar “Dining Under the Lights”, uno de los pasatiempos favoritos de los residentes del condado de Marin.
A una milla de allí, Crisalia Calderón estaba acurrucada en su apartamento, enfrentando una noche de insomnio mientras lidiaba con los primeros síntomas de COVID-19.
La empleada doméstica, de 29 años, tenía dificultades para respirar. “Cada vez que intentaba dormir, sentía que me ahogaba”, contó durante una entrevista reciente. Su esposo, Henry, trabajador de la construcción, sufría un terrible dolor de espalda.
Unos días antes, Henry la había llamado sollozando desde una sala de emergencias después de dar positivo para el coronavirus. La pareja y sus tres hijos pequeños comparten un apartamento del barrio del Canal con la hermana de Crisalia y los cuatro miembros de su familia. “Él no quería volver a casa”, dijo ella. “¿Pero qué podíamos hacer? ¿A dónde podría ir?”
En casa, Henry trató de aislarse en la litera de arriba de una de las camas de sus hijos. Pero era demasiado tarde. En una semana, todas las personas de la vivienda, excepto dos, dieron positivo para COVID-19.
Las comunidades de color de bajos ingresos, especialmente los latinos, sufren cada vez más el peso de la pandemia de coronavirus en California, donde la propagación de infecciones entre los trabajadores pobres del sector servicios, que viven en condiciones de hacinamiento, ha resaltado el aumento de las desigualdades raciales y económicas.
Estas disparidades son particularmente marcadas en la idílica Marin, donde el aumento de nuevos casos de COVID-19, concentrados en un superpoblado vecindario latino, ha ayudado a que el condado figure en la lista de vigilancia de pandemias del estado.
Los latinos, que constituyen el 16% de la población del condado, representan el 75% de las infecciones por coronavirus —cerca del 90% desde mediados de junio—, según el doctor Matt Willis, funcionario de salud pública del condado de Marin. Después de registrar sólo un puñado de casos en los primeros meses de la pandemia, el condado tiene ahora la tasa per cápita más alta del Área de la Bahía.
“Se trata de nuestra fuerza de trabajo esencial”, explicó Willis. “Esto no es el resultado de la socialización casual durante los ‘happy hour’”.
El Canal, llamado así por la vía fluvial en su frontera norte que una vez fue el paseo marítimo comercial de San Rafael, es un distrito llano y densamente poblado en un suburbio del Área de la Bahía famoso por sus aldeas sobre las laderas de las colinas y sus vistas multimillonarias.
Las dos millas y media cuadradas del Canal están salpicadas de talleres de automóviles, palmeras descuidadas e hileras de edificios de apartamentos de baja altura ocupados por inmigrantes de México, Guatemala y El Salvador. La llegada de jóvenes latinos casi ha triplicado la población del barrio desde los años 90.
“Es como un pueblo hispano donde todos se conocen”, explicó Jennifer Tores, de 22 años, nativa del Canal y empleada en una tienda de ropa de descuento.
Los trabajadores del Canal están a un mundo de distancia y, al mismo tiempo, íntimamente conectados con pueblos ricos como San Anselmo y Tiburón, donde limpian mansiones, enceran Teslas y sirven cafés con leche a $6 la taza.
Más de la mitad de las familias de esta comunidad ganan menos de $35,000 al año, en un condado donde el ingreso promedio es casi el triple. Con frecuencia, dos o tres familias deben vivir juntas en un apartamento para poder pagar los infames altos alquileres de Marin. Los Calderón viven de paga en paga para cubrir la mitad de los $2,100 de alquiler mensual, y se las arreglan para enviar dinero a sus familiares en Guatemala.
Willis dijo que tales arreglos de vivienda “pueden fácilmente traducir un caso de COVID-19 en cinco o diez”.
Aún más contagiosa que el virus es la información errónea que se ha propagado entre la comunidad latina, incluyendo el rumor de que en los lugares donde se hacen las pruebas la gente acababa infectándose, o que la cerveza es una cura.
Confundida y aislada en su casa en cuarentena durante varias semanas con toda su familia, Crisalia Calderón comenzó a preocuparse. “Me estaba asustando mucho”, dijo. “Nos estábamos quedando sin comida y sin dinero”.
Pasó horas llamando a funcionarios del condado y a las organizaciones locales sin fines de lucro, pero nadie le devolvió la llamada. Finalmente, alguien de una organización comunitaria prometió entregar comida a la familia, pero todo lo que llegó al día siguiente fue algo de carne molida caducada y unas cuantas papas.
Así que Calderón recurrió a la misma red de seguridad informal en la que había confiado en la aldea que dejó, con 16 años, para emigrar al norte.
Una vecina guatemalteca fue a Costco y le trajo ibuprofeno para los dolores y la fiebre, y pañales y PediaSure para los niños, que tienen 5, 3 y 2 años. Alguien más le trajo verduras, leche y frijoles. Después de tres horas al teléfono, Calderón logró calificar para $500 en ayuda estatal para coronavirus dirigida a los residentes indocumentados.
Willis dijo que los funcionarios están trabajando con Canal Alliance, una organización vecinal, para brindar apoyo a los residentes que contraen el virus, en forma de dinero en efectivo y habitaciones de hotel para aislar a los infectados. El condado está reclutando rastreadores de contacto bilingües de la comunidad latina.
Marin es uno de los condados más saludables, ricos y educados de California, y uno de los más segregados. A lo largo de los años, el condado ha preservado su belleza natural y sus amplios espacios abiertos, a menudo a costa del transporte público y la vivienda asequible.
Un informe sobre el condado de Marin realizado en 2012 por el American Human Development Project mostró que menos de la mitad de los adultos del Canal tenían un diploma de secundaria. Clasificó a los casi 12,000 residentes del vecindario en el último lugar de los 51 distritos del condado, en cuanto a bienestar y oportunidades.
A la luz de estas disparidades, no sorprende que personas como Calderón sean olvidadas, comentó Omar Carrera, CEO de Canal Alliance.
“Estas personas solo sobrevivían antes de COVID-19”, dijo Carrera. La gente ha estado haciendo cola desde las 7 de la mañana para hacerse pruebas de coronavirus gratuitas que comienzan a la 1 de la tarde. Los funcionarios de salud tratan de seguir el ritmo de la demanda de pruebas, ya que las infecciones han aumentado y los empleadores, como gasolineras y tiendas de comestibles, han comenzado a exigir que los trabajadores se hagan pruebas regularmente.
Un promedio del 20% de las pruebas del Canal dan positivo. Algunos días, la tasa de positividad ha sido tan alta como el 40%, señaló Willis. Con muchos de los infectados mostrando pocos o ningún síntoma, el virus se ha propagado rápido por esta comunidad relativamente joven.
Pero la gente tiene que trabajar, así que la vida sigue igual en el Canal. Los jornaleros todavía se reúnen en los estacionamientos al amanecer; los vendedores se instalan en las esquinas de las calles bajo sombrillas de colores para vender maíz tostado o bolsas de fruta.
Las teorías conspirativas continúan multiplicándose. Una que circula en español en las redes sociales sostiene que el virus es una trampa del gobierno. Otra dice que los sitios de pruebas locales están reutilizando los hisopos sucios para infectar deliberadamente a la gente. Los rumores han alimentado un clima de miedo y silencio en torno al virus.
Una residente dijo que los vecinos pintaron una “X” en la puerta de la casa de un amigo de su esposo para hacer público que estaba infectado.
Crisalia Calderón y su familia se han recuperado y desde entonces los resultados de sus pruebas de COVID-19 han dado negativo, pero aún así “hay vecinos que se escapan de nosotros”, comentó. Espera la noche para lavar la ropa en su edificio, cuando los vecinos duermen.
El otro día, Calderón decidió que había llegado la hora de pedirle a su casero que fuera a al apartamento a arreglar un problema de plomería y algunos quemadores estropeados. Pero el casero le dijo que no podía ir. Estaba en casa enfermo con COVID-19.
Esta historia de KHN se publicó primero en California Healthline, un servicio de la California Health Care Foundation.